Érase una vez que se era, un castillo en el que vivía una Duquesa. Estaba
junto a la playa de los dominios del Rey Manilva. La duquesa y sus soldados
defendían el reino, de los ataques de piratas y corsarios procedentes de países
sarracenos. Un día, el Rey Manilva le dijo a la Duquesa: “En agradecimiento a
tus servicios por defender mi reino y a mis súbditos, te voy a mandar a la
pintora de la corte, para que llene las vacías paredes de tus salones y
aposentos, de hermosos cuadros, de luminosos colores y de vida propia.”
La pintora se llamaba Olbia
Lula. Rauda y veloz se prestó a cumplir la orden de su rey. Dibujó primero y
pintó después, los nuevos habitantes “estáticos” del castillo. Colgó sus vivas pinturas
en paredes, columnas y todo aquel hueco vacío de vida.
La Duquesa quedó tan contenta
que le dijo a la pintora: “Para que puedas seguir disfrutando de tu obra,
quiero que todas las mañanas desayunes conmigo, después de controlar que tus
cuadros están bien.”
En Las pinturas de Olbia Lula, se veían
algunos paisajes y diferentes personajes. Todos ellos realizando sus quehaceres
diarios.
A la puesta del sol, nobles y
plebeyos se retiraban a sus aposentos, hundiéndose en sus jergones y recuperando energías, para poder servir al
Rey el día siguiente. En el castillo de la Duquesa no era diferente. Al momento
en que la oscuridad de la noche, no dejaba ver los árboles ni tampoco su sombra,
todo ser viviente en el reino de Manilva, estaba dormido.
Pero hete aquí que en
lontananza, más allá del horizonte del mar, aparecieron unos sutiles rayos de
luz. “¿Qué será eso?” se preguntó quedamente un anciano abuelo. Intrigado,
esperó unos instantes y al poco, empezó a aparecer, más allá del infinito, lo
que asemejaba ser una enorme bola de luz, que inundaba todo de su color rojizo.
Era lo que le habían contado que ocurría algunas noches, pero que él nunca
había visto, porque a su creadora no le gustaba la oscuridad. En el preciso
instante en que esa resplandeciente bola, hubo emergido totalmente del fondo
del mar, sus luminosos rayos penetraron por la ventana de uno de los salones del
castillo, con tan buena fortuna que fueron a dar en la frente del abuelo.“Ellos también merecen disfrutar de esta maravilla de la naturaleza” pensó el viejo abuelo. Se salió de su lienzo, y uno a uno, fue tocando la frente de todos sus compañeros de viaje. Ese contacto físico era lo que necesitaban, era la diferencia entre el ser y el parecer, era la llave de la vida. Poco a poco todos ellos fueron saliendo de sus lienzos, y siguiendo al viejo salieron del castillo por la ventana de la luz. Juntos anduvieron unos metros, hasta llegar a la playa, donde percibieron el inmenso placer de mojarse los pies, con el agua del mar.
Sólo la bailarina le preguntó al viejo: “abuelo ¿qué hago con mis zapatillas de satén rosa?”. “Quítatelas, no vayas a mojarlas” contestó el viejo. La niña que recogía flores, se puso a recoger conchitas. La flor más bonita se sentó en la arena junto al abuelo, con los pies en el agua. Fantasía jugaba con su barquito en la orilla. La chica de aire noble, seguía pensando mientras miraba fijamente como la bola de luz se dirigía a su cénit. Una adolescente enamorada, intentaba leer poemas de amor, pero no tenía luz suficiente.
Una señora muy hacendosa, cosía las costuras de una camisa y de tanto en tanto, emitía un ligero “Ay” por haberse pinchado un dedo con la aguja. Cuatro niños intentaron coger su barca, para remar hacia la bola de luz. “No” les dijo el abuelo “eso está más allá de lo que nosotros conocemos, y puede ser peligroso”. Ellos se conformaron y se pusieron a jugar en la playa, con unas bolas de alga marina. Una señora ya adulta, que estaba acostumbrada a disfrutar de la soledad en una playa, al estar en compañía, se subió la única prenda de vestir que llevaba y se la anudó para evitar que cayera. Un pescador, al ver la tranquilidad del mar, pensó “ésta es la mía”. Se metió en el agua hasta las rodillas y lanzó el sedal con toda su fuerza. Otra niña pintora, se sentó en la arena y se puso a pintar garabatos. De esta forma todos los personajes, iban realizando sus quehaceres cotidianos. En la playa disfrutando del mar.
Así iba transcurriendo la noche,
hasta que el abuelo vio encender una lumbre en los aposentos del chambelán del
castillo. “¡Corred, corred! Tenemos que volver al castillo” dijo el viejo. En
menos que tarda el gallo en anunciar el nuevo día, todos ellos estaban en el
castillo y enclaustrados en sus lienzos.
Después del desayuno, la pintora
fue a visitar su obra, como le había prometido la Duquesa. Al entrar en el salón,
reconoció unas zapatillas de ballet que
estaban junto a unos candelabros, las cogió y dirigiéndose a la bailarina que
tenía sus pies descalzos, le dijo: “toma, póntelas y esta noche id con más
cuidado”. Aunque el maestro de obras del reino, reparó las paredes del
castillo, todas las mañanas siguió apareciendo un reguero de arena junto a
ellas. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Bello cuento y magnificas pinturas. Abrazos :)
ResponderEliminarMe encanta este cuento!! Es como dejar volar la cometa de la imaginación de la mano de tus evocadores cuadros y tu generosa genialidad, +Olbia Lula!!! Gracias por compartirlo. Besos
ResponderEliminarMe alegro mucho que os guste, lo escribió mi marido, inspirandose en un sueño que tuve, se lo conté y el les hizo protagonistas de este cuento. Besos
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